Un mundo loco de violencia

De la Revista Ciudad Nueva n. 575 Ya es difícil caminar por la ciudad sin ser testigo, o en el peor de los casos víctima, de una situación de violencia. Vamos a buscar a nuestros hijos a la escuela y en la calle un problema de tránsito entre los conductores de dos coches genera una […]

De la Revista Ciudad Nueva n. 575

Ya es difícil caminar porciudad la ciudad sin ser testigo, o en el peor de los casos víctima, de una situación de violencia.

Vamos a buscar a nuestros hijos a la escuela y en la calle un problema de tránsito entre los conductores de dos coches genera una batalla campal. En la fila del banco alguien quiere “colarse” o quizá sólo adelantarse para preguntar algo y recibe una ráfaga de insultos; el deporte tiene una expresión peculiar en la “lucha libre” real y peligrosa de los espectadores a la salida de los eventos. Todo parece desmentir esa pretensión de personas civilizadas que tenemos. Si encendemos el televisor y escuchamos a los políticos que hostigan a sus adversarios, se nos inyecta inadvertidamente una dosis de odio que nos queda en la sangre y que resulta difícil de metabolizar. ¿Qué nos sucede?

La emoción de la rabia está vinculada con la autodefensa y por lo tanto prepara para la huida, para la lucha que intenta destruir al enemigo o bien mimetizarse tanto con el ambiente como para pasar inadvertido. La rabia se manifiesta en el cuerpo con una fuerte contractura muscular que prepara a una acción intensa: la voz pasa de la palabra al grito, el sentimiento interior es de miedo, se hace difícil reflexionar, la mirada se vuelve escrutadora y atenta. El peligro puede venir desde cualquier lado.

Por lo tanto, la rabia es una emoción positiva que ayuda a la sobrevivencia. No existiríamos como especie humana sin ella. Pero, ¿por qué un colado en la fila, un adversario político, un simple partido de fútbol, manejar el auto, genera esta emoción?

Intento una primera respuesta que tiene que ver con lo que algunos dicen es el ADN de la existencia humana: la religión. Es posible, dicen los filósofos de la religión, que la especie esté preparada para el encuentro con un ente absoluto que supera toda la relatividad de las cosas en el mundo. Buena noticia para los curas, rabinos, imanes, etc.; tendrán siempre “clientes”. Pero cuando esta propiedad de encuentro con el absoluto no se desarrolla en el contacto con éste, el ser humano tiende a absolutizar todo lo que encuentra y lo que le sucede en el momento.

Esto explica que, al sentir una emoción, al “vivir un hecho”, hechos banales, es tal la identificación que hay entre el acontecimiento y nosotros, que tenemos la impresión de que en aquel momento no existe otra realidad. Perdimos distancia y perspectiva para evaluar objetivamente lo que estamos viviendo, lo absolutizamos: el hecho es demasiado inmediato y nos absorbe completamente. En una palabra, el “casi me rayás el auto” se convierte en un “casi me matás”, “te debo matar porque los dos no podemos estar simultáneamente vivos en este mundo”. El que pueda tener una razón, el partido político al que no pertenezco se transforma en el sentimiento vacío y pérdida de sentido: “Sólo existo si tengo la absoluta razón”.

Nuestras inseguridades explican, por otro lado, el por qué la rabia se ha convertido en la emoción que acompaña nuestras vidas. Si me encuentro inferior, inseguro, sin conciencia de mi fuerza y resistencia, tendré que caminar por la calle en actitud defensiva, y la rabia funciona como armadura.

Y debemos reconocer sin tapujos que la capacidad que tenemos para vivir como seres humanos está siendo cuestionada por el mundo moderno, en especial en el ámbito laboral. Estamos sobrepasados. Me decía un psiquiatra que “las cuestiones laborales o relacionadas con la seguridad, el temor a ser víctima de una situación violenta, son temas que hoy aparecen con frecuencia en mis consultas”. Hay personas que no pueden desconectarse de su trabajo ya que inconscientemente se piensa que esto daría ventajas a sus colegas, y la falta de éxito laboral se asocia con una derrota total.

Por otro lado, existe otro elemento que nos vuelve inferiores e incompetentes y es el mundo tecnológico. La ansiedad de control se manifiesta en tener más velocidad, más megas. Al mismo tiempo un mundo global es incontrolable. Y cuantas menos chances hay de controlar, más ansiedad desarrollamos.

¿Cómo salir del atolladero? 

Van tres pistas:

Toda emoción pide una reflexión responsable para contextualizarla. Ante una emoción fuerte me hago algunas preguntas. En principio me contextualizo con mi propio cuerpo: busco de poseerme con una respiración profunda. Luego, en el contexto del acontecimiento, podemos preguntarnos: ¿es tan grave lo que sucede? Y en un tercer momento, en el contexto de nuestras historias y vivencias: ¿por qué me toca tanto esta situación? ¿Tiene que ver con mi historia, con mis afectos? En la medida que surgen respuestas interiores la emoción se armoniza con el contexto de la situación y estoy sereno para descubrir cuál es la respuesta justa en ese momento.

El viejo consejo de contar hasta 10 antes de reaccionar confirma la importancia de la reflexión en armonía con la emoción.

Podemos también augurarnos la vuelta de una sana religiosidad que nos ayude a no absolutizar aquello que no lo merece, construyendo dioses de todo lo que se nos presenta. Admiro mucho a mis amigos agnósticos que viven con coraje su creencia de imposibilidad de conocer a Dios, sin absolutizar las cosas y las situaciones para superar el miedo y la inferioridad.

Otro camino de salida es la transformación de la debilidad en resiliencia. Esto se logra construyendo al lado de nuestras emociones sentimientos reales, no falsamente optimistas, que den sentido a mi persona y su situación. Resiliencia es fortaleza en las dificultades, la esperanza de que no sucumbiremos y de que el esfuerzo tiene sentido. Hay emociones y sentimientos resilientes: la gratitud, la esperanza, la reverencia ante los seres.

El sentido de gratitud permite, por ejemplo, ver las dificultades y los sufrimientos con optimismo y serenidad, porque le recuerda a la persona que hay motivos concretos y fundados para esperar. Esta actitud conduce al sujeto a alegrarse de lo que tiene y lo que es. Lo lleva a afirmarse, sobre todo, absteniéndose de comparar y lamentarse por lo que no ha recibido, como sucede en el estado de ánimo inspirado en el rencor y el resentimiento. Se trata de dos actitudes que conducen a direcciones antitéticas, porque son incompatibles entre ellas. Las investigaciones muestran que el sentido de gratitud presenta un camino y un crecimiento inversamente proporcionales a la envidia.

Pedir perdón, agradecer, animar con un elogio, ser gentil, podrán parecer actitudes débiles, incapaces de vencer la violencia del mundo. Pero en medio a esta locura, parecen ser las únicas armas posibles. Y por otro lado son ya signos de victoria, de la primera, de la más dura de las batallas, aquella que se da en el interior de nosotros mismos.

Roberto Almada

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

© 2016, Roberto Almada